-No hay caso, esta vaca no sirve, -sentenció y se retiró con la cabeza baja.
El dueño de la estancia estaba al borde de la desesperación. Había pagado una fortuna por Magnolia, la Gran Campeona Raza Holando-Argentina, que prometía ríos de leche y, de repente, se encontraba ante la situación más inesperada. Tanto la peonada como las visitas, que habían ido a admirarla, se mantenían en tensión, silenciosos; hasta que el Rufino se animó y dijo:
-Yo quisiera probar, si ninguno se ofende, patrón…
Nadie pagaba dos pesos por el peoncito ni por sus habilidades pero, perdido por perdido, el hombre accedió.
Lo primero que hizo fue pedir que se alejaran todos. Cuando estuvo solo empezó a darle vueltas alrededor hasta que se paró a su lado. Le puso la mano en el lomo, de lejos parecía que estuvieran conversando. Después agarró el balde, se sentó sobre el banquito que tenía atado a la cintura y empezó la tarea. La leche comenzó a salir como un diluvio y se oyeron unos gritos jubilosos.
-¡Sssshhhhhh! Alcáncenme otro balde, -pidió el Rufino señalando con modestia la espuma que desbordaba entre sus piernas.
Cuando casi completó el segundo balde, se paró, le desató la manea, le dio unas palmaditas en el anca, le sobó el cuello en despedida y rumbeó para el lado del patrón.
-Buena compra, Patrón. No hay una vaca como la Magnolia en 100 leguas a la redonda.
Más tarde confió a un par de amigos la clave de su éxito:
-Todos le anduvieron tocando las tetas, pero ninguno fue capaz de decirle bonita
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