Hace poco un taxista me preguntó de qué equipo era y yo quise contestar como siempre, pero supongo que lo dije con tono de fastidio porque me preguntó si me molestaba el tema. Yo le dije: “¿A vos te gusta el ballet?” “No”, me contestó. “A mí tampoco, no me gusta nada”, le dije.
“Ahora imaginate que el país entero fuera fanático del ballet y a vos no te gusta el ballet. La gente va los domingos a ver ballet a los teatros; unos son fanáticos de Maximiliano Guerra, otros de Julio Bocca; y en cada teatro compiten dos bailarines y bailarinas. Imaginate que paran el tráfico por la cantidad de gente que va a ver ballet, que los noticieros le dedican quince minutos todos los días al ballet, imaginate si hubiera siete canales de TV que pasan sólo ballet.”
El taxista me miraba por el espejito. Yo seguí: “Imaginate que los pasajeros que se suben al taxi te hablen de la coreografía y los saltos geniales que hizo un bailarín el domingo y vos no lo viste y no te gusta el ballet. En la calle todos hablan de ballet, las tapitas de gaseosa tienen adentro imágenes de bailarines. Cuando un chico nace ya el padre lo hace fan de un bailarín. Los chicos en la plaza ponen música y bailan. Hay barrabravas de ballet, se matan a cadenazos y balazos a la salida del Colón cuando es la gran final. Una o dos veces por mes alguien te pregunta ‘¿Vos de qué bailarín sos?’, y vos no sos de ningún bailarín. Lo decís y te miran raro. La gente en los bares mira ballet por televisión...”
A esta altura el tipo empezó a resoplar, así que no le di más ejemplos y le pregunté: “¿Me entendés?”.
“Si”, me contestó, “te entiendo”.
“¿Cómo te sentirías vos si la cosa fuera así?”, le pregunté.
“Y... no... claro”, contestó, después se quedó callado y al rato dijo: “Pero no vas a comparar el fútbol con el ballet”.
Y yo me hundí un poco en el asiento y miré por la ventanilla con vergüenza porque pensé que él quizá tenía razón.
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