Escollos, bajíos, vientos huracanados, lluvias y nieve durante casi todo el año, y una espesa bruma cuando las tempestades calmaban, convertían el cabo de Hornos en un lugar impracticable, incluso para los más experimentados navegantes. Los naufragios estaban a la orden del día. De esta forma se convirtió en signo de suerte y valor entre la marinería haber logrado cruzar con vida aquel infierno. Orgullosos de ello, dicen que para que la hazaña quedara reflejada de por vida, los marineros comerciantes, piratas y corsarios se colgaban de una de sus orejas un pendiente, preferiblemente de oro.
A este distintivo se podían unir otros dos, que simbolizaban el paso por el cabo de Buena Esperanza, al sur de África (donde se unen los océanos Atlántico e Indico), y el de York, en Oceanía. Sin embargo, ninguno de estos dos pendientes se podía igualar con el del cabo de Hornos. La costumbre, se extendió con rapidez como símbolo de valor y temeridad. Sólo tenían que enseñar la oreja para acobardar a sus víctimas.
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